Ni un mal gesto, ni una mala cara

(este artículo lo escribí para Diario de Burgos con motivo del fallecimiento de mi padre, que sucedió el 19 de agosto pasado, estas fechas me lo han recordado, por eso lo publico en este blog)

Hace poco más de un mes falleció mi padre. Apenas unas horas después llegaba a casa, en Gijón, una carta de un compañero suyo de trabajo durante más de cuarenta años en la Universidad Laboral. Decía que durante todo este tiempo no había encontrado nunca en él ni un mal gesto, ni una mala cara. No eran unas palabras de consuelo escritas para el momento. Días después recibía un correo del presidente de la Asociación de Antiguos de la Universidad Laboral de Gijón diciendo que había sido una persona querida para todos los alumnos, y que mantienen un gran recuerdo de él. Mi padre, al igual que mi madre, dedicó gran parte de su vida a la enseñanza pública.  No había tiempo ni horarios para atender las necesidades de esos chavales que llegaban de cualquier esquina de España, especialmente del medio rural, a la  Laboral, donde se concentraban más de dos mil estudiantes internos e incluso muchos de los profesores y administrativos residían en el propio centro.

En aquel entonces a casa en navidades siempre nos llegaban productos ciertos de familias de estos alumnos que vivían en el campo -que agradecíamos con mucho cariño- y que nos mostraban el esfuerzo de mi padre por solucionar muchos de los problemas que estos jóvenes se encontraban al llegar a la ciudad, al separarse por vez primera de sus padres, al abordar unos estudios profesionales en un lugar inmenso. Mi padre –al igual que mi madre, que ahora lucha contra una enfermedad en la que sufre malos momentos- nos transmitió a los cuatro hijos esa generosidad y ese espíritu de sacrificio (que quizá no aprendimos lo suficiente) de un castellano viejo que supo desde el primer momento sacar adelante una familia numerosa, no sin privaciones. Hasta que no nos hicimos un poco mayores no pudieron disfrutar de unas vacaciones descansadas, coger un avión o acercarse a lugares más lejanos.

Mi padre padeció un cáncer justo el mismo año de su jubilación, que luego sufrió el resto de su vida. Echaba de menos andar, como lo había hecho anteriormente en grandes paseos por el muro de la playa gijonesa. Pero con esfuerzo lograba llegar a la terraza del viejo Dindurra todos los camareros le conocían como don Antonio. La silla de ruedas le acompañó durante un tiempo. Al principio le costó vencer el orgullo, pero luego, al acompañar a sus nietos, se ponía a su misma altura y disfrutaba. Mi padre se fue sin hacer ruido, de repente, en paz, con Dios y con los demás. A pesar de las dificultades que hubiera allí estaba plantado cada domingo ante la Misa de la tele. A mi padre se me olvidó darle las gracias muchas veces y decirle que le quería. No quiero que ocurra lo mismo con mi madre.  Gracias mamá, de corazón. Disculpen lectores este artículo, pero a mi padre se lo debía.

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