Ciudadanos

¿Trabajamos para vivir o hemos acabado viviendo para trabajar? ¿Hemos creado una sociedad que si preguntamos a sus ciudadanos responderían la mayoría que no les gusta? Y solo cuando escuchan a personas como Gandhi, Luther King -I have a dream- o intentan comprender la ilusión de un millón y medio de jóvenes que gritan, cantan y se mantienen en un perturbador silencio cuando muestran su respeto ante Cristo, demuestran que todos podemos ser mejores.

Pertenecemos a una sociedad adormecida en la que apenas un puñado de indignados ha logrado medio despertar, pero confío en que el empeño no haya sido vano. Nos hemos acostumbrado, esta vieja Europa, a convivir con más de cinco millones de parados sin levantar la voz, apenas un susurro.  Sorprende con la juventud de Iberoamérica o Asia, donde aún con sus problemas, muestran un cierto renacer. Este rancio y antiguo continente apenas encuentra soportes donde apoyarse, y aquellos que les deberían ser útiles son desterrados.

Buscamos medios –ley de dependencia- para mantener a nuestros mayores o incapacitados porque nosotros no podemos, no queremos, o hemos sido incapaces de crear una comunidad donde atenderles. Somos conscientes de que la familia está siendo clave en esta crisis económica, que es también una crisis de valores, y nos empeñamos en arruinarla. Y a poco que nuestra compañera o compañero nos mire con desaire, se acabó la convivencia.

Nos dicen que hay que mantener una calidad de vida que solo sirve a los pudientes, y cuando se habla de la ley del esfuerzo, de la competitividad miramos hacia otro lado porque estamos hartos de que llegue la hora de finalizar el trabajo y haya desaparecido la luz del sol.

Es verdad que muy pocos sinceramente están de acuerdo con sus jefes, pero es la misma proporción que está en desacuerdo consigo mismo, que busca algún líder y no lo encuentra a su alrededor, que todos aquellos que van surgiendo se acaban convirtiendo en un bluf, y que buscar la verdad se ha convertido en una entelequia o si acaso en una predicación de unos cuantos a los que acusamos de visionarios.

No existe ni la fidelidad –se rompen matrimonios, uniones o parejas a más velocidad que los que se forman-, ni la lealtad, en medio de un reino donde la mentira ha asentado sus reales posaderas.

Al final, solamente nos queda el carpe diem, porque somos incapaces de mirar, de contemplar, de admirar tantas cosas buenas, tantos héroes anónimos, tantas vidas entregadas. A veces me gustaría sentarme en medio de la Galería de los Homínidos del Museo y pensar hacía dónde estamos caminando. Lo siento.

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