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Dolor de amor

Son historias que no te acabas de creer hasta que las tienes cerca. Cuántas veces hemos oído que una viuda ha fallecido pocos meses después del óbito de su marido. Y se muere de amor. Y duele el amor. Después de treinta, cuarenta o cincuenta años juntos no hay fuerza que les separe, ni el cariño de sus hijos, ni las risas de sus nietos. Su corazón y su mente continúan junto a la persona de la que ha sido inseparable durante tantos años. Y por mucho que se empeñen los familiares más cercanos, ese amor trasciende la muerte del otro, y sigue vivo y el máximo deseo es acompañarle allá donde esté. Y tras la pérdida esa persona enferma, puede llegar quizá a la depresión y dejar de estar con la cabeza en este mundo.

Son muchas las dificultades que un matrimonio pasa a lo largo de su vida. A veces nimiedades, otros verdaderos dramas, del alma y del cuerpo. Falta de trabajo, de recursos, enfermedades graves, fallecimientos de seres cercanos, dificultades con los hijos o discusiones nimias, que a muchos les lleva a la separación y a otros les refuerza en su vida en común. Hay familias que cada hijo, los que fueran, vienen con un pan debajo del brazo, para otras pueden ser un sinfín de problemas y de dificultades. Y cabe que cuando llegue el momento de la jubilación todavía te azote alguna dolencia o malestar. Pese a todo, han vivido juntos una vida plena, y entiendes que la marcha de uno de ellos suponga un dolor intenso del corazón al otro, de esos que no se cura con pastillas ni con tratamientos para el cuerpo. Un dolor que cuando has vivido tanto, parece que ya no merece la pena vivir más. Y se irá apagando poco a poco.

Y  qué queda a los hijos y a los nietos, pues no lo suficiente, por mucho que se aferren a un clavo ardiendo. Si tienen fe, comprender que después de la vida habrá otra, eterna, que les dará la felicidad. Si no la tienen y si la tienen, intentar recordar los buenos momentos que todos pasaron juntos, que a buen seguro fueron abundantes, sonreír con ellos, compartir tiempo con sus hermanos y sus sobrinos, derrochar cariño, escuchar y vivir la vida tan intensamente como lo hicieron sus padres. Se escaparán lágrimas al ver una fotografía o al escribir un recuerdo, pero con la tranquilidad de saber que vivieron felices y a veces con la congoja de no haberles dedicado el tiempo necesario. Si tu, amigo lector, todavía estás a tiempo, corre al teléfono o vete a su casa, y dile a tu madre, y a tu padre, que les quieres y dales un abrazo muy fuerte con una sonrisa entre tus labios.

Columna publiada en DB el 28 de mayo