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El efecto Concorde

Muchos de ustedes lo recordarán, el Concorde fue un avión supersónico de pasajeros, en servicio entre 1976 y 2003, construido por franceses y británicos para unir Londres y París con la costa Este de Estados Unidos especialmente, con una reducción de tiempo bastante notable en relación con otros vuelos, y por eso se convirtió enseguida en un icono esta maravilla de la ingeniería de la que es fácil acordarse de su imagen.

Pero, siempre hay un pero, los 14 aviones supersónicos  que circularon durante ese tiempo apenas eran rentables y se retiraron del servicio. París y Nueva York estaban conectados en apenas 4 horas más la inversión de empresas y gobiernos había sido irrecuperable, y la cuantía de cada vuelo también. No es que no se dieran cuenta de que el coste del propio Concorde y sus gastos de mantenimiento no fueran a ser elevados, y mucho, pero abandonar el proyecto suponía aceptar el error, y la brillante presentación años después se convirtió en un fracaso. Y el importe ya irrecuperable por mantenerse en un proyecto fracasado y seguir adelante por la presión de intentar recuperar ese dinero mal invertido o al menos no convertirse en el blanco de todas las burlas.

Este efecto Concorde se emplea desde entonces en economía equivalente a un coste hundido al emprender un proyecto prácticamente fracasado desde el principio y continuar adelante por la presión exterior, la propia imagen e incluso el amor propio. Pero este efecto no es solo aplicable a la economía, sino que está presente en nuestras vidas más de lo que podemos imaginar, cuando pretendemos avanzar con algo que sabemos que está mal encaminado por miedo al qué dirán, o cuando elegimos unos estudios aunque a la mitad de la carrera ya somos conscientes de que no era lo nuestro, pero aguantamos hasta el final pudiendo cambiar antes.

Es cierto que una vez tomada una decisión lo mejor es no volver a mirar atrás, pero no quita de mirar hacia el futuro, de trascender y cambiar por si lo que hemos hecho puede haber resultado un error.

Tenemos derecho a equivocarnos, por mucho esfuerzo que le hayamos dedicado previamente,  y a cambiar de trabajo, de ciudad… si creemos que hemos agotado demasiada energía cuando podríamos dedicarla a otra más satisfactoria. Paradójicamente quizá muchos no la entenderían, pero al cabo del tiempo no nos arrepentiremos, aunque hayamos gastado tiempo con esos costos hundidos.