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Permiso, perdón y gracias

Recuerdo los últimos meses en vida de mi madre. Se disculpaba por las molestias que nos había causado durante todos los años que estuvo enferma. Yo me tenía que salir de su habitación para llorar. Salvo que seas un cazurro o tengas imposibilidades claras, qué puede hacer un hijo por su madre que estar con ella cuando lo necesita. Agradezco muchísimo a mis hermanos que vivían en la misma ciudad la presencia casi continua que han tenido, y los sacrificios de tiempo y trabajo que les llevó. Como ocurrió con mi padre. No fueron años fáciles, pero nunca una mala cara, ni un mal gesto. Acompañando a mis sobrinos que eran -y lo siguen siendo- la alegría de la casa.

Con mi padre, sí que me arrepiento de no haber hablado lo suficiente. Nunca hemos sido de grandes discursos. Todavía, cuando han pasado ya unos años, amigos, alumnos, conocidos suyos me recuerdan algunas de sus vivencias y lo que le admiraban y querían. Mi madre aguantó hasta las últimas semanas a que le lleváramos a la tertulia con las maestras jubiladas que tenían habitualmente. Hasta que empezo a quejarse, no funcionaban ni los parches, ni las pastillas. Hasta que se fue sin mucho ruido y nos dejó huérfanos.

Agradezco a Dios enormemente haber vivido en una familia así. Cuando iba a ver a mi madre, siempre quedaba con mi sobrino pequeño para buscarle al cole y que mi hermana pudiera hacer una jornada más continua. Y doy gracias porque he aprendido mucho de este chavalín, al que quiero mucho, como al resto. El Papa Francisco no deja de insistir en las claves de la vida en familia con tres palabras: Permiso, perdón y gracias. A pesar de los malentendidos, de las discusiones, la palabra Permiso nos recuerda que en la familia, en cualquier de ellas, incluso la que une más que los lazos de la carne, nos dice que debemos ser delicados, respetusos y pacientes con los demás. Dar las gracias, dice Francisco, parece un signo de contradicción en una sociedad recelosa, hay quien lo ve como debilidad. Pero la dignidad de las pesonas pasa por una educación en la gratitud. Y el perdón es el mejor remedio para evitar que la convivencia se agriete y llegue a romperse.

Son palabras simples, ¡pero no tan simples para poner en práctica!, asegura Francisco. Encierran una gran fuerza; la fuerza de custodiar la casa, también a través de miles de dificultades y pruebas; en cambio, su falta, poco a poco abre grietas que pueden hacerla incluso derrumbar.

‘Consejos vendo que para mi no tengo’. Pero qué bueno sería que al final de la vida no tengamos que arrepentirnos del tiempo que no dedicamos a las personas que queríamos. Es el tiempo mejor aprovechado y más agradecido.

Disculpen, estimados lectores, que haya perdido el pudor en estas líneas. Pero como dice mi hermana estas ‘cosas’ se curan ‘despacito’.

Jefes sin gracia

Imagino que lo conocerán por experiencia propia, pero son pocos los jefes que te agradecen el esfuerzo que realizas por encima del salario que te pagan. Yo los he tenido. Pero no abundan. Entiendo que por ejercer tu trabajo habitual, correctamente, no merezcas ni una palmadita, ni un agradecimiento; pero en estos tiempos de dificultad, donde casi todos acaban arrimando un poco más el hombro, tanto en la administración pública como en la empresa privada, las sonrisas y dar las gracias deberían abundar más que antes. Cuando fui jefe, con unas cuantas personas bajo mi responsabilidad, confieso que a veces por olvido y otras por dejadez, no di  las gracias en ocasiones, probablemente para algunos demasiadas.

Rectifico ahora y aprovecho para hacerlo. Que conste que me gusta corresponder, y no por costumbre solo, sino por reconocimiento al trabajo bien hecho, al esfuerzo, al mérito. Igual que pedir perdón, ya sea cuando nos equivocamos con un compañero de trabajo o un subordinado, si no hemos actuado con honradez, o cuando de alguna manera le hemos maltratado. Y hay jefes que siempre tienen la razón. Estos son los peores.

En esta Castilla nuestra estamos poco acostumbrados a los gestos, puede que hasta los consideremos excesivos, probablemente pensemos que sea mejor no recibirlos en demasía y aguantar cuando luego te peguen una puñalada por la espalda, pero llega a parecer que los castellanos no supiéramos reconocer las cosas. Hay hasta dirigentes que se rodean de personas ineptas porque creen que de esta manera no peligra su puesto de trabajo y colegas que no comparten información porque piensan que si solo ellos la conocen tienen el poder y más facilidad para mantener su empleo. Evidentemente, si sus superiores son como ellos, lo tienen fácil, pero sin embargo será muy difícil que ese equipo crezca, genere ideas y trabaje conjuntado. Cada uno irá a lo suyo. Y acabarán desalentados. Cuesta crear equipo porque hay que compartir y sufrir juntos, pero es muy fácil destrozarlo. Y cuesta también reconocer el trabajo del otro, aunque solo sea con una sonrisa. Más cuando el que lo ha hecho ha aportado más de lo que tu llegaste a sugerir, y además es un subordinado.

Y es la ciencia la que nos cuenta, según un estudio publicado por las universidades de Harvard, California y Standford (todas en EE UU) en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS)  que, a pesar de la percepción común de que los jefes tienen mayores niveles de estrés que sus subordinados, los altos cargos poseen niveles más bajos de cortisol –conocida como la hormona del estrés– y menos ansiedad que sus empleados. Siempre hay excepciones.