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Morir

Tengo una edad ni necesariamente alta como para pensar en una muerte cercana, ni necesariamente baja como para no pensar en ella. Después de los cuarenta, ya les digo, que los achaques se van multiplicando y hay que cuidarse. Es esa edad donde los parientes más cercanos comienzan a ausentarse. Apenas conocí a mis abuelos, salvo a la madre de mi madre. Murieron relativamente jóvenes –hace treinta años con 70 años ya eras un anciano, ahora decimos que estás en plena madurez, eufemismos-. Tuve el gozo de disfrutar de mi padre 82 años, y ahora sigo haciéndolo de mi madre.

A mi padre le diagnosticaron un cáncer con un porcentaje muy desfavorable el mismo año de su jubilación. Me llamó mi madre para decirme que tenía unos síntomas malos, y que él había dicho que le lleváramos a Pamplona. Allí nos fuimos, amparados también por el igualatorio. El diagnóstico era un cáncer de estómago grave, pero no se había extendido. Aunque soy partidario de contarle a los enfermos la situación de la enfermedad que padecen, no se lo dijimos, porque casi todos en casa somos un poco hipocondriacos y mucho nos teníamos que se hubiera puesto entonces peor.

Desde aquel año, 1992, creo que todos los hermanos estamos mucho más unidos. Nos turnábamos por semanas para acompañarle durante el tratamiento en Pamplona. Y le animábamos mucho. Mi padre desde entonces no fue el mismo en su bienestar físico, pero creo que nunca nos transmitió lo que sentía. Los últimos años los pasó en silla de ruedas, tuvimos que convencerle para que saliera a la calle en la misma, no le gustaba que le vieran así, pero luego lo agradeció. Nunca perdió su buen humor y menos su entusiasmo y el cariño por sus hijos y nietos. El mismo de mi madre, con la que ahora doy los mismos paseos en la silla que mi padre. Tíos míos y primos también fallecieron en estos últimos años por el cáncer. Y todavía es más difícil para aquellos padres que pierden un hijo o un nieto.

Espero que hayan disculpado este desahogo –recordarlo me hace llorar, ya saben cómo somos los asturianos- pero tengo buenos amigos y amigas que están pasando ahora por un mal momento por haber perdido un ser querido o por tenerlo con una enfermedad grave y probablemente larga, con una dudosa esperanza. A los que les duele el cuerpo y el alma. Que no entienden el porqué de estas situaciones.  Estamos en noviembre, el mes de los difuntos. Se llora mucho, se sufre mucho. Y probablemente no se entiende nada. Tenemos ansias de eternidad que nuestro cuerpo no aguanta. Creo que es muy bueno compartir el dolor. Y desahogarse. Y pensar en los buenos momentos disfrutados. Y soñar en un futuro juntos. Me acuerdo mucho de mi padre cuando le veo con la foto con una copa de Martini. Y sé que donde esté –era un buen creyente que transmitía la fe- se la tomará a nuestra salud.