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Vergüenza

Francisco no se calló al conocer la noticia. Al igual que tampoco lo hicieron los Papas anteriores al denunciar las injusticias de este mundo. «Hablando de paz, hablando de la inhumana crisis económica mundial, que es un síntoma grave de la falta de respeto por el hombre, no puedo no recordar con gran dolor las numerosas víctimas del trágico naufragio ocurrido este jueves en Lampedusa, que es una vergüenza». Cientos de cadáveres en el mar, una imagen dantesca de unos seres humanos que probablemente fueron extorsionados económicamente para conseguir un mínimo espacio en una barcaza que les iba a trasladar a una civilización supuestamente con más posibilidades. Pero no es necesario irse al sur de Italia, ni a las costas de Canarias, ni a las gaditanas ni malagueñas para darse cuenta de que algo estamos haciendo mal entre todos, cuando la felicidad es efímera, cuando en muchos casos se vive para trabajar, y en otros tantos ni se vive ni se trabaja.

Han sonado bien en Burgos todas las actividades solidarias que se han multiplicado en estos últimos meses y que demuestran que a pesar de este panorama son cientos, miles, los héroes anónimos que a pesar de su situación o del entorno en el que se mueven, dicen con sus gestos, sus dorsales y su madrugón que merece la pena seguir adelante, ser optimistas y creer en el futuro. Desconozco el número de personas en la provincia burgalesa que dedican algo de su tiempo, por pequeño que sea –me viene a la cabeza la parábola del fariseo y el publicano- a los demás, aunque sea por devoción familiar. Solo ver acompañar el marido o la mujer de un enfermo de alzheimer,  por ejemplo, y que no falte una sonrisa, me parece digno de admiración, y te hacen aflorar los sentimientos. Encontrarte con paisanos que podrían dedicarse solo a pasear, pintar leer o ver la televisión porque se lo han ganado después de muchos años de trabajo, y que saquen de ese horario –cuando uno se jubila parece que se tiene menos tiempo que antes, según dicen- su tiempo para atender a aquellos que no tienen para comer, a distribuir alimentos, a ‘perder’ sus horas con los enfermos, o con aquellos semejantes que han llegado a nuestro país sin apenas formación ni idiomas es loable. A veces los periodistas nos empeñamos en buscar historias,  aquellas que tienen ‘interés humano’ como decía mi primer jefe madrileño, y nos damos de bruces con que los primeros que no quieren darse a conocer son los protagonistas anónimos de las mismas.

Vergüenza debe dar a esta sociedad que efectivamente para llegar al primer mundo haya que pasar penosidades, pagar cantidades imposibles para quizás morir en la travesía. Vergüenza a los gobernantes de ese tercer mundo de apropiarse de las ayudas que llegan a sus países en lugar de procurar avanzar juntos. Hasta pareciera que la sociedad de Miguelón, un Homo heidelbergensis de hace más de 400.000 años, cuyo cráneo se encuentra en el Museo de la Evolución Humana, formaba una tribu que se preocupaba más de los demás que nosotros, sin apenas medios, con cariño: de Benjamina, que padecía una enfermedad mental y que velaron por su alimentación, de Elvis, que apenas podía moverse para mantener su superviviencia frente a los grandes depredadores o las inclemencias del tiempo, o del propio Miguelón que sobrevivió gracias a que le facilitaban su comida.  Sin embargo, son miles, cientos de miles, los Homo sapiens anónimos que con su actitud todavía aseguran el futuro de nuestra especie.