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25 años

Fue un mes de julio para no olvidar con la liberación de José Antonio  y la cuenta atrás de Miguel Ángel

Los del turno de julio se preparaban ya para las esperadas vacaciones. No había sido un curso fácil el inicio de 1997. Qué poco esperábamos que la madrugada del primero de mes se produjera precisamente la noticia del año. En enero ETA había vuelto a asesinar a un militar tras el anuncio de HB de “un futuro de sufrimiento”. En febrero, un nuevo asesinato a un magistrado del Supremo en Madrid y en Granada a un peluquero, que trabajaba en una base militar. Ese mismo mes, acaban con la vida de un industrial vasco en Tolosa y de un policía judicial con una bomba lapa.

Era el año de Dolly, de la inauguración de CNN en español, del descarrilamiento de un tren en Huarte Araquil -22 fallecidos-, del lanzamiento del Pókemon, de los acuerdos de Gery Adams y Tony Blair, del ingreso en la OTAN, del primer libro de Harry Potter…

Y todas las semanas, los quince minutos en silencio más largos de mi vida en las concentraciones de la Plaza Mayor de Burgos pidiendo la libertad de José Antonio Ortega Lara. Y la del empresario vasco también secuestrado Cosme Delclaux. Pero eran dos retenciones diferentes, y la primera un chantaje sin final.

Esa madrugada del primero de julio fue confusa, la radio daba la liberación de Delclaux mientras no muy lejos, en Mondragón, la Guardia Civil luchaba por encontrar al funcionario de prisiones burgalés. Precisamente esa constancia permitió que se derrumbara uno de sus carceleros, y pudiera ser soltado. La noticia corrió como la pólvora en las redacciones de los medios. Era el encierro más largo perpetrado por la banda terrorista que puso a prueba al Estado y a la Guardia Civil. 532 días.  El empresario vizcaíno había estado 232 y su familia tuvo que pagar cientos de millones.

Burgos estaba en fiestas y la casa de José Antonio, entonces en Eladio Perlado, comenzó a verse rodeada de burgaleses. No era fácil de creer que estuviera libre. Pocas personas podían haber mantenido la esperanza ante el pulso etarra. La familia en algún momento sí supo que todavía no había fallecido, pero el propio secuestrado había pensado en quitarse la vida porque ya no podía más, pese a su recuerdo a sus seres queridos y en su fe. En DB publicamos una edición especial y brindamos con cava.

Esas vacaciones ya no fueron las mismas. Tuve que retrasarlas aunque mantuve el destino: San Sebastián, y precisamente al poco de la llegada a la capital donostiarra se produjo la cuenta atrás del joven concejal Miguel Ángel Blanco. La mayoría de los españoles nunca olvidaremos esos días, y menos si estábamos en San Sebastián, con los filoetarras encerrados en sus herriko tabernas, o alejados de las sedes de su partido donde nos manifestábamos y donde pedíamos a los ertzainas que se quitaran los cascos para aplaudirles. La calle no volvería a ser suya. Y eso será difícil de olvidar, igual que los centenares de muertos que impiden perdonar.

Memoria, dignidad, justicia

El próximo 1 de julio de 2022 se cumplirán 25 años de la liberación de José Antonio Ortega Lara. Fue un día de júbilo en Burgos después de 532 días de sufrimiento por un paisano del que desconocíamos cualquiera de sus circunstancias. Después se supo que el ex funcionario de prisiones estuvo a punto de quitarse la vida, pero el pensamiento de su familia, su fuerza mental y su fe le mantuvieron vivo. Hace 10 años, la organización terrorista que lo secuestró abandonaba las armas. Todos los políticos quisieron apuntarse el tanto, pero es conocido que las Fuerzas de Seguridad del Estado en España y la presión de Francia en ese momento provocaron fundamentalmente esa decisión.

Si hoy preguntamos en cualquier instituto de esta ciudad por ETA las respuestas serán seguro muy variadas, dispares y probablemente equívocas. Contando la historia de José Antonio a estos chavales se muestran sus caras de asombro. Cambiando de nombre sus partidos algunos de los más destacados dirigentes de la banda han pretendido restañar las heridas provocadas por sus más de 850 asesinatos, 2.600 heridos y 90 secuestros, pero sin arrepentirse ni un ápice. Las víctimas -aquellos que sufrieron atentados y sobrevivieron y familiares de los fallecidos y heridos- multiplican la triste herencia etarra, por eso no es de extrañar que la inmensa mayoría pidan a gritos: Memoria, dignidad y justicia.

Está bien que hayan cambiado las pistolas por los sillones de las instituciones, y que por una vez no hayan mentido en sus anuncios sucesivos de tregua, evidencia de su mala situación en aquel momento. Son respetables cada uno de los votos que reciben en la actualidad. Pero alguna formación política debería reflexionar si tendría que aceptar las palabras de un terrorista condenado como es Otegui en las que vendía sus sufragios por la libertad de 200 colegas que penan por la sangre que derramaron y otros muchos que aun no han sido juzgados.

Estos malhechores han causado mucho dolor como para olvidar. Y lo estamos olvidando, lo han hecho ya las nuevas generaciones de españoles, lo están haciendo las anteriores por seguir en el poder, y lo están sufriendo todavía ciudadanos que se tuvieron que exiliar de su tierra y perder sus empresas por no pagar el mal llamado impuesto revolucionario; además de dividir a las gentes de un territorio que dejaron de hablar de algunos temas considerados tabús para no separar aún más a sus familias, a sus amigos, a sus colegas de trabajo. La herida abierta todavía será difícil de taponar. Porque los que representan a los miembros de la banda no tienen la mínima intención de pedir perdón, pocos lo han hecho, y los que lo hicieron fueron relegados.

Memoria, dignidad y justicia es lo mínimo que podemos exigir en nombre de los centenares de compatriotas que perdieron su vida.

No somos como ellos

Saben,  me revienta que Uribechevarría Bolinaga no cumpla la totalidad de la condena por beneficios que ofrece la ley para los enfermos graves. Es cuando me planteo si la ley debe ser igual para todos. Me revienta que el tipo que mantuvo a Ortega Lara 532 días en un zulo bajo tierra, sin apenas comer y sin ver la luz del sol, y dejándole morir de inanición esté ahora libre en una habitación de hospital en San Sebastián, a escasos metros de donde falleció de un tiro en la nuca Miguel Ángel Blanco.  Ese mismo tipo que llegando con Garzón al garaje donde estaba secuestrado el funcionario burgalés en Mondragón dijo que allí no había nadie, hasta que varios guardias civiles corrieron un torno y el etarra se vino abajo por unos momentos.

Pero me gusta saber que no somos con ellos, y que tenemos la capacidad de perdonar, por más que a veces nos duela, aunque entiendo a todos aquellos que defienden que Bolinaga se quede en la cárcel hasta sus últimos días y que se pudra en ell. Sus asesinatos y sus secuestros deben ser pagados sin duda. Pero también comprendo a los que han puesto los resquicios de la ley por encima de sus sentimientos, sabiendo además que estamos en un momento donde parece haber finalizado la violencia terrorista y que algunos gestos para muchos dolorosos harán que las víctimas tengan que tragar  desgraciadamente su enojo, quizá sin toda la justicia y el resarcimiento moral que merecieran.

Todavía recuerdo, a pesar del tiempo transcurrido, aquellos quince minutos que cada miércoles en silencio se pedía la libertad de José Antonio. Todavía se engallece la piel con cada aplauso al final de las convocatorias. Y aquel primero de julio de la liberación, y el recibimiento en la calle Eladio Perlado de Gamonal y cuando a los pocos días nos recibió en su casa a Alberto Rodrigo y a mi con un álbum de fotos de lo que había ocurrido en Burgos durante los 17 meses que él estuvo enterrado en una corriente general gritando libertad. Y el año que pasamos Belén y yo escribiendo el libro de su secuestro, y el respeto y  a veces miedo en ahondar en el mundo de ETA, y cuando nos contaron que BOL era Bolinaga, y nos lo creímos, aunque al final pensamos que esa no era la versión cierta y encontramos otra explicación más compleja para iniciar los pasos para su liberación. Y ver el zulo. Y hundirte.

Pero no somos como ellos. Tenemos dignidad, y esa es la que me permite pensar que un tipo, el de la peor calaña, tiene derecho a pasar los últimos días de su vida, de su maldita vida, al lado de los suyos, y creer que en el último momento se arrepentirá de todo el mal que hecho, y aunque sea susurrando pida perdón por todos sus desmanes.

Publicado en DB el 17 de setiembre de 2012