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No es lo mismo

Claro. Ya lo ha multirepetido Alejandro Sanz miles de veces en su canción. No es lo mismo arte que hartar… Y si no tenemos cuidado podemos llegar hasta el hartazgo sustituyendo las emociones por los encuentros digitales. No es lo mismo ver una película en la butaca de una sala de cine, que en el sillón de tu casa, aunque el pantallón televisivo tenga 214 cm y 85 que ya es tener. Ni es lo mismo asistir en directo a un concierto de The Boss que hacerlo a través de tu tablet, es que ni puedes bailar. Ni escuchar una sinfonía en un auditorio que en Radio Clásica o en Ivoox, por muy buena que sea. Ni ver un partido de fútbol de tu equipo preferido en casa que en el campo de fútbol, puro o cigarro incluidos.

No es lo mismo, aunque sí que resulta más barato al ciudadano abonarse a Netflix que ir a cualquier multisala cinematográfica, ver un concierto en Youtube aunque sea de pago, que pagar más de 100 euros por escuchar a Springsteen, Bisbal o al propio Alejandro Sanz. O contemplar las hazañas futbolísticas de tu Madrid mientras te tomas un Gin Tonic, que aguantar al compañero de lateral o fondo en el estadio. Pero, si puedes, apuestas por lo segundo, claro. ¿No veis que no sois iguales? dice el cantante madrileño. Ni contemplar una obra de arte que una fotografía. Que sepas que hay gente que trata de confundirnos, añade Sanz. Pero habrá que buscar la manera de abrazar, de sentir, de comprender, de escuchar, de querer, y hasta de sufrir. No vayamos a perder poco a poco los sentimientos detrás de una mascarilla que no sirve para nada porque ya la hemos utilizado más de cuatro horas y debería ir a la basura.

Nos han querido encerrados. Cada administración pública en la mayoría de los países se ha guiado por criterios más  o menos unánimes, de la separación y en casa. Hemos visto fotografías que nos hacían llorar del saludo de los hijos a los padres a través de una puerta cerrada con un cristal por medio. De los nietos a los yayos desde las ventanas. Hemos abandonado los aplausos, quién sabe por qué. Hemos dejado de cantar en los balcones. Y algunos han creído que son inmunes.

Es cierto. Lo primero es la salud… y el trabajo. Y el bienestar de los tuyos. Y para ello, si es necesario, tele trabajamos todos los días. Y alimentamos el cuerpo. ¿Pero dónde dejamos el espíritu, el alma? No creo que muchas de las actividades a las que hemos podido dedicarnos a lo largo de esta alerta sanitaria, de este confinamiento, nos hayan levantado. No hablo de las otras tareas que probablemente les hayan ocupado, de atención a los demás, desde su profesión o su voluntariado. Pero comienza de nuevo el momento de contemplar.

El miedo en las miradas

Saben, de 2012 solamente me voy a quedar con nombres propios, muchos, personas que he conocido en muchos rincones, buena gente que te genera buen rollo, sentimientos, sonrisas cómplices, sueños e ilusiones. Por un día, voy a apartar las cifras y los datos, los expedientes de regulaciones de empleo que a todos afectan, las declaraciones de los políticos, la inutilidad de algunos gestos, el desánimo o el cinismo de otros… Todavía hay quienes parece que te obligan a dar las gracias porque tienes un trabajo, cuando hay seis millones que no, y que difícilmente lo alcanzarán a lo largo de este año 2013 que ahora se inicia. Como si tuvieras que demostrar cada día tu profesionalidad y tu oficio. He visto las miradas de muchas personas miedosas por la posibilidad de perder un empleo. Les he visto aferrarse al canto de un diente, pese al mileurismo y la injusticia, porque de ese trabajo depende una familia. He visto jubilados renunciar ahora a lo que podía ser una vida medianamente holgada por el temor a que sus hijos, a que sus nietos, pierdan los recursos que todavía les quedan para vivir.

Detrás de cada uno de ellos, igual que detrás de nosotros mismos, hay decenas de historias. Nos hemos podido equivocar muchas veces, pero nosotros no somos los culpables de la mala situación de esta sociedad. Es más, son precisamente los ciudadanos los que la están sustentando, los que han generado un movimiento solidario para aquellos que se dejaron llevar de los arrumacos de las entidades financieras y han perdido ahora su vivienda, para trabajadores y empresarios que vivieron pensando que el futuro sería igual que el presente y ahora acuden a los comedores sociales, como los dos que abren sus puertas diariamente en Burgos. O los muchos voluntarios que procuran atender a aquellos desfavorecidos que en algún momento pueden ser ellos mismos, sus familiares o sus vecinos. Claro que hay culpables, los que gestionan o gestionaron mal el dinero público, aunque siempre serán otros los que carguen con sus errores. Hay administraciones donde todavía no se han recortado altos cargos, y sí el resto. Por qué es tan difícil terminar con las duplicidades y tan fácil eliminar todas las oposiciones. Todavía me pregunto a inicios de 2013 por qué sigue el Senado, cuando a lo largo de más de treinta años no ha demostrado todavía el motivo de su existencia, salvo para la jubilación de algunos de los ‘próceres’ de este país. Sé, porque he hablado con algunos, que hay políticos también a los que les duele España, como le dolía a Unamuno. El Rey, ahora también cuestionado, porque no solo hay que parecerlo, habló en su intervención navideña de esa política, con mayúscula. Pero quizá su voz no haya llegado en el mejor momento.

Sigo queriéndome acordar de la gente corriente, de los que afrontarán 2013 todavía con incertidumbres, de aquellos chavales que no han encontrado todavía su primer empleo, para que no pierdan la ilusión, de otros a los que les da respeto viajar al extranjero como lo hicieron sus conciudadanos en los años sesenta y setenta sin conocer idiomas y con la mochila vacía, a los abuelos que se han convertido en el sostenimiento de muchos hogares, y en familias enteras que se han hecho fuertes pese a las dificultades. Por ellos alzaré mi copa junto a mi madre, que como tantas madres han sido ejemplo de austeridad, de trabajo, de unión y de cariño. Y pese a todo, feliz 2013.