Archivo de la etiqueta: Universidad Laboral

Mi madre es maestra

Mi madre es maestra, jubilada, pero maestra. Todavía, en su silla de ruedas, acude a la tertulia semanal que en el viejo café Dindurra mantienen en Gijón también maestras como ella. Y siempre, en la educación que nos daba, se notó su talante, su capacidad de organización, su premio del esfuerzo y su generosidad. Únicamente, los años en que los cuatro hermanos todavía necesitábamos de sus cuidados, dejó su vocación para dedicarse a su devoción: sus hijos.

Y regresó de nuevo al colegio. Al que le tocó, a pesar de estar lejos de casa, cuando esos churumbeles crecieron. Y siempre venía por las tardes cansada, con los trabajos para corregir debajo del brazo. Nunca pensó que si 18 ó 20 ó 24 horas lectivas eran las necesarias u obligatorias, quemó muchas más en unas naves que no siempre le acompañaron. Insistentemente se entregó a sus pequeños, como ahora se rinde, enferma y alegre, a sus nietos, respetando la educación que le están ofreciendo sus padres –mis hermanos-, que son los principales educadores.

Mi padre también se dedicó a la enseñanza, aunque desde la gestión, como jefe del negociado de alumnos de la Universidad Laboral de Gijón; durante más de 30 años pasaron decenas de miles de colegiales bajo su responsabilidad. Todavía cuando muchos vienen a Burgos y se encuentran con mi nombre y apellidos me alaban el trabajo de mi progenitor y me hacen llorar en silencio, por lo que se desvivió por ellos, muchos hijos de familias con pocos recursos que acudían a estos centros a recibir una educación a la que nunca habrían llegado, y que por ello, porque son bien nacidos, son agradecidos.

Por eso no me gusta que hablen mal de los maestros, que les critiquen en la Comunidad de Madrid porque dicen que no quieren dar 2 horas más de clase, pasar de 18  a 20, y no cuentan el resto de sus trajines, el esfuerzo que realizan –ya quería yo ver a muchos de los que hablan cuatro o cinco horas diarias frente a una panda de adolescentes, defendidos por sus padres- y lo que sufren, porque se angustian, y mucho, hasta llegar al estrés, cuando no les atienden. Estamos en crisis y a todos nos está tocando apretar el cinturón –me parece estupenda, por cierto, la decisión de la Junta de Castilla y León en su apuesta por mantener la inversión en educación-, pero la enseñanza es clave para el futuro de nuestra tierra, y nos jugamos ahora el mañana. Cuando toque revisar el gasto, por favor, no toquen la educación, ni la pública, ni la privada. Hay decenas de miles de personas que han dejado y se están dejando la piel por ella. Por nuestro futuro.

Ni un mal gesto, ni una mala cara

(este artículo lo escribí para Diario de Burgos con motivo del fallecimiento de mi padre, que sucedió el 19 de agosto pasado, estas fechas me lo han recordado, por eso lo publico en este blog)

Hace poco más de un mes falleció mi padre. Apenas unas horas después llegaba a casa, en Gijón, una carta de un compañero suyo de trabajo durante más de cuarenta años en la Universidad Laboral. Decía que durante todo este tiempo no había encontrado nunca en él ni un mal gesto, ni una mala cara. No eran unas palabras de consuelo escritas para el momento. Días después recibía un correo del presidente de la Asociación de Antiguos de la Universidad Laboral de Gijón diciendo que había sido una persona querida para todos los alumnos, y que mantienen un gran recuerdo de él. Mi padre, al igual que mi madre, dedicó gran parte de su vida a la enseñanza pública.  No había tiempo ni horarios para atender las necesidades de esos chavales que llegaban de cualquier esquina de España, especialmente del medio rural, a la  Laboral, donde se concentraban más de dos mil estudiantes internos e incluso muchos de los profesores y administrativos residían en el propio centro.

En aquel entonces a casa en navidades siempre nos llegaban productos ciertos de familias de estos alumnos que vivían en el campo -que agradecíamos con mucho cariño- y que nos mostraban el esfuerzo de mi padre por solucionar muchos de los problemas que estos jóvenes se encontraban al llegar a la ciudad, al separarse por vez primera de sus padres, al abordar unos estudios profesionales en un lugar inmenso. Mi padre –al igual que mi madre, que ahora lucha contra una enfermedad en la que sufre malos momentos- nos transmitió a los cuatro hijos esa generosidad y ese espíritu de sacrificio (que quizá no aprendimos lo suficiente) de un castellano viejo que supo desde el primer momento sacar adelante una familia numerosa, no sin privaciones. Hasta que no nos hicimos un poco mayores no pudieron disfrutar de unas vacaciones descansadas, coger un avión o acercarse a lugares más lejanos.

Mi padre padeció un cáncer justo el mismo año de su jubilación, que luego sufrió el resto de su vida. Echaba de menos andar, como lo había hecho anteriormente en grandes paseos por el muro de la playa gijonesa. Pero con esfuerzo lograba llegar a la terraza del viejo Dindurra todos los camareros le conocían como don Antonio. La silla de ruedas le acompañó durante un tiempo. Al principio le costó vencer el orgullo, pero luego, al acompañar a sus nietos, se ponía a su misma altura y disfrutaba. Mi padre se fue sin hacer ruido, de repente, en paz, con Dios y con los demás. A pesar de las dificultades que hubiera allí estaba plantado cada domingo ante la Misa de la tele. A mi padre se me olvidó darle las gracias muchas veces y decirle que le quería. No quiero que ocurra lo mismo con mi madre.  Gracias mamá, de corazón. Disculpen lectores este artículo, pero a mi padre se lo debía.