La primera vez que estuve con Juan Pablo II fue en Madrid, en el año del mundial, el de la victoria de Felipe González y el del primer viaje a España de un Papa que cambió la historia y que será canonizado junto a Juan XXIII este próximo mes de abril en Roma. Aquel encuentro lo compartí con miles de jóvenes, primero en la Complutense en un discurso al que puede acceder por mi condición de estudiante de periodismo y luego en el Santiago Bernabéu.
Habíamos partido de Pamplona, del Colegio Mayor Belagua, casi todos los residentes en un bus que luego nos llevó siguiendo los pasos del futuro santo por Ávila y por supuesto el castillo de Javier. Por temas profesionales volví a encontrarme con Juan Pablo II en años sucesivos en Roma, Zaragoza y Santiago de Compostela. Pero aquel año de 1982 era histórico y así lo pensábamos todos los que compartíamos el bus, tanto que nos acompañaba una inmensa pancarta, robada a muchas horas de sueño, con el lema ‘Sin miedo a la vida, sin miedo a la muerte’ unas de las primeras palabras del Papa al ser elegido hacía cuatro ańos.
Para mi era también el ecuador de la carrera en una universidad donde su gran canciller entonces, Álvaro del Portillo, pretendía que sus alumnos comprendieran que para ser buenos cristianos no había que apartarse del mundo, sino ser buenos profesionales con todo lo que lleva consigo. Es lo mismo que escuchó durante más de 30 años al Fundador del Opus Dei y con el que compartió muchos momentos en Burgos durante la guerra civil.
También el sucesor de San Josemaria será este año beatificado, en su centenario, en Madrid, su lugar de nacimiento. Aquí en La capital burgalesa vivió su madre con sus hijos más pequeños tras quedar viuda en la capital, y se hospedó en casa de su hermana en la plaza de Santa María. No eran tiempos fáciles los de la guerra.
Y si hay algo que he podido comprobar a primera vista del conocimiento que puedo tener de ambos y que une al Papa polaco y a Álvaro del Portillo es sin duda su fidelidad y lealtad a la Iglesia. Su coherencia y su cercanía. Su comprensión y su buen humor. Y eran hombres de Dios, seguro que con sus errores pero ‘sin miedo a la muerte’ una consecuencia que para un creyente es decisoria porque supone tener la conciencia tranquila y creer en un Dios que perdona, pero que sobre todo es padre.