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La edad de oro

El principal tema por el que me encuentro satisfecho con el ‘nombramiento’ de Alberto Núñez Feijooo –pongan ustedes el acento donde quieran- es que será presidente del PP con  60 años. Vamos, de mi promoción, y está como un chaval, cosa que no todos podemos decir, salvo que comencemos a leer libros de autoayuda para cada vez que nos ponemos delante del espejo, como le pedía Herrera a Rajoy, y reflexionemos sobre lo que hemos pasado y lo que nos resta por transcurrir, seamos conscientes de que seguimos vivos.

El hecho de que Núñez lidere la formación de centro derecha puede servir de acicate para aquellos que todavía pensamos que la década de los sesenta debe ser una particular edad de oro, además de la de la jubilación, si es que nos dejan.

La muerte sigue siendo un tabú, y confío en que el libro que acaban de escribir Arsuaga y Millás (La muerte contada por un sapiens a un neandertal)  y que se presentó en el Museo de la Evolución sirva para ‘normalizarla’ si es que es posible utilizar este verbo para una situación tan trascendente, porque aunque sea un hecho natural hay numerosas maneras de afrontarla, y más en estos momentos, con una nueva guerra retransmitida en directo pero donde el número de fallecidos nunca se conocerá realmente para no menguar la actitud de los soldados, ni de la población. Y la imagen de aquellos que han vuelto a su patria para defenderla de la invasión  del enemigo.

Recientemente una mujer me preguntaba si iría al campo de batalla si agreden a tu país. Ella me dijo que sí. Uno particularmente no se ve en forma para ello, y tampoco sabe si merece la pena, pero habría que situarse en ese momento realmente para confirmarlo.

Dicen Arsuaga y Millás que no nos planteamos la eternidad, sino que nos preocupa que nos duelan las muelas, los juanetes… o enfermedades como la osteoporosis o el cáncer. Hay enfermedades de hombres y de mujeres que comienzan a manifestarse a partir de los 50 cuando comenzamos a envejecer, y eso puede ser un ejemplo.

Este debate ha generado también otro, el de cuándo somos mayores, viejos, veteranos… o como decía uno de mis sobrinos hace años, más pequeño, al visitar Atapuerca: hombres antiguos. Hace cuarenta años, confirmar que tenías 60  significaba que ya estabas en esa tercera edad a la que no se quería llegar. Ahora, por miedo a envejecer el que te lo dice, insiste en que eres joven, aunque estés empastillado varias veces al día. Vale, la media de nuestra vida se está alargando, pero ¿merece la pena?

Con el tabú de la muerte, con el miedo a que llegue –del que nadie nos escapamos- ni nos lo planteamos, pero es necesario dar un sentido a nuestra vida, mejor tarde que nunca. No estamos aquí por azar, ¿o sí? Varias veces le he oído a Arsuaga una reflexión de Voltaire (al que cita mucho) y es que espera de Dios, al final de la vida, que haga su trabajo, que es perdonar. Yo también lo espero.

 

No es país para viejos

No es país para viejos, salvo para el voto. O eso pudiera parecer. Son más de 9 millones de mayores –ya no se sabe cómo llamar a aquellos que superan los 70 años, si ancianos, viejos o mayores, por señalar tres posibles sinónimos- los que viven en nuestro país, son muchos, representan un alto porcentaje de la población y si se pusieran todos de acuerdo lograrían una mayoría suficiente y probablemente absoluta en cualquier elección a la que se presentaran. Lo incoaron en algún momento, pero nunca se ha llevado a cabo esta opción, por eso en las campañas electorales son el objetivo de muchas miradas, de subidas de pensiones en momentos claves o de guiños que luego se los lleva el viento.

Asistimos ahora a una campaña en favor de que nuestros mayores sean atendidos como se merecen después de haber trabajado toda su vida, y llevado a los bancos y cajas la mayoría de sus ahorros. Las entidades financieras –pareciera más bien que antes que defender a nuestros veteranos se quiere espolear a aquellas- están buscando la manera permanentemente de reducir sus costes y esto se dirige a través de una actividad menos presencial y más telemática en cajeros o desde su hogar. Pero si el que este suscribe apenas logra manejar bien el mando a distancia del televisor de su casa, y no siempre con éxito, cómo vamos a pedir a una persona acostumbrada todos los meses a acercarse al banco a sacar algo de su renta, para seguir viviendo con sobriedad y ahorrando para sus herederos, lo haga en un artefacto donde lo primero que tienes que optar es entre el débito o el crédito de tu tarjeta si no quieres que se lleven de primera mano una deseada comisión.

Y, sobre todo, los que son conscientes del papel de los mayores sus hijos cuando tienen que ejercer el papel de abuelos. ¿De cuántos problemas les habrán sacado para ocuparse de los nietos en esta sociedad que no está pensada precisamente para conciliar la vida familiar con la laboral,  y de lo que poco logramos escuchar en propuestas políticas?

Pero fueron también los primeros que sufrieron la pandemia en las residencias.  Los que nos fueron dejando por miles. Los que no pudimos despedir. Eso sí, son los que más se han vacunado, más han procurado no contagiar, más tiempo  han pasado en sus casas y más han sufrido por sus hijos, nietos o bisnietos, y probablemente los que más hayan rezado por el resto del mundo, y a ellos les vale.

En ‘No es país para viejos’ el libro que escribió Cormac McCarthy y llevaron al cine con éxito los hermanos Coen todo nos lleva a que los valores que manejaban los ‘veteranos’ ya no son asumidos en un mundo decadente donde parece que triunfan los malvados como Chigur o los depravados como Moss, aunque siempre nos queda la esperanza, y nuestros ancianos son habitualmente los que más acopio hacen de ella. Y, por cierto, a partir de qué edad somos ahora mayores.

145.000 mayores solos

No es la primera vez que esta Página Par aborda el tema de la soledad de nuestros mayores. Ni desgraciadamente será la última. Vivimos más años,  supuestamente nos cuidamos más, pero nada más y nada menos que 145.000 personas mayores se encuentran en situación de soledad en Castilla y León. La noticia que leía hace unos días en este periódico señalaba que era un desamparo ‘no deseado’ a pesar de que aumentan los singles, las separaciones, les aseguro que con los años crecen las manías (calculen que cada 10 años sumamos una, pero solo se dan cuenta quienes nos conocen y además no se atreven a decírnoslo y cuando lo  hacen ya es tarde), y nos aguantamos menos. No queremos el aislamiento, pero nos lo buscamos a conciencia a veces.

Y no han salido bien parados los ancianos de esta pandemia que todavía nos tiene ocupados. Han perdido muchos a personas con las que habían convivido casi toda su vida. Todavía tienen miedo para relacionarse. Las circunstancias vitales van cambiando y  la gran mayoría disfrutan de su familia con poca frecuencia. No hay plazas en residencias accesibles económicamente, y realmente donde un anciano quiere vivir es en su casa, en la que conserva sus recuerdos y sus sueños.

Parece que la Junta de Castilla y León ha diseñado un plan estratégico contra esa soledad no deseada y el aislamiento social y al que dedicará más de 100 millones de euros. Que nuestros políticos detectan los problemas en la mayoría de los casos es evidente, otro asunto es si hay soluciones para los mismos. Y hablamos en una zona de España con una densidad de población en algunos territorios similar a la de Laponia. Me gusto de Fernández Mañueco que les dijera en un encuentro con los mayores para hablarles de este plan que ‘Nunca caminaréis solos’:  si nuestros próceres les acompañan como la afición del Liverpool a su equipo, en las duras y en las maduras, podremos fiarnos sino no me atrevería ni a hacer una sola propuesta en para ese plan.

No es fácil la solución. Hay ONGs en Burgos –en entidades sociales o en parroquias- que acompañan a las personas solas, que en ocasiones lo que necesitan es un rato de conversación o una sonrisa, a personas que lo han dado todo y se  van quedando en el camino.

A los que somos unos nostálgicos, a veces por la tarde aburrimos a nuestros compañeros mientras trabajamos escuchando a Alejandro Sanz, Serrat, Sabina o Melendi. Pero saltarse la soledad a la torera no es tan fácil.

Cuidados paliativos

Es una gran mole que contempla Burgos desde una pequeña colina. Un edificio que da la sensación que nunca ha prestado el servicio sanitario necesario para nuestra provincia con las capacidades que pudiera tener. Salvo algunas prestaciones puntuales, los ciudadanos lo han visto medio vacío, como el lugar donde donar sangre, ver al psiquiatra o por algunos convenios externos encontrarse ingresado y recientemente el traslado de las urgencias de Atención Primaria.

Por eso cuando se publicó en estas páginas que el director gerente del Hospital Universitario de Burgos pedía que se valorase que los cuidados paliativos de la sanidad pública se ubicaran en el Divino Valles pudiera parecer una idea excelente. Antes una reflexión. Ahora lo está haciendo mayoritariamente un hospital privado, y parece que no mal. Habrá que juzgar también cómo trabajan, el rendimiento del dinero público que allí se destina, y si en el Valles resultaría mejor. Porque el HUBU no pocos problemas tiene, con listas de espera acumuladas, etc.

Pero es necesario dar un paso al frente en una sociedad cada vez más envejecida, a veces con problemas crónicos muy graves, y que espera vivir los últimos meses de su vida con dignidad, sin que la primera solución supuesta sea a partir de ahora la eutanasia, porque los enfermos con cuidados paliativos y enfermos terminales, también aparentemente, lo que quieren mayoritariamente, según sus testimonios, es evitar el dolor propio y el ajeno de sus familiares, estar acompañados y en paz y no agonizar sin sentido.

La Organización Mundial de la Salud define los cuidados paliativos como aquel “enfoque que mejora la calidad de vida de pacientes y familias, que se enfrentan a los problemas asociados con enfermedades amenazantes para la vida, a través de la prevención y del alivio del sufrimiento por medio de la identificación temprana, la evaluación cuidadosa y el tratamiento del dolor y de otros problemas físicos, psicológicos y espirituales”.

Parece que el Divino Valles cuenta con casi 250 camas más o menos dispuestas para ser utilizadas. Nuestros mayores han sido los grandes olvidados de la pandemia hasta  que llegaron las vacunas. Como recordaba la periodista Angélica González el fin de semana pasado el Hospital ya tuvo un área de Geriatría con 3 médicos y ocupando 19 plazas para pacientes mayores de 80 años a los que se les daba cuidados globales.

En España dicen que hay más de 50.000 personas todos los años que mueren sin que les apliquen los cuidados paliativos. Que no son solo las atenciones médicas, sino también aquellas que practican la cercanía, el ánimo o la esperanza. Me parece una cifra tremenda, que no evita la ley de eutanasia aprobada la semana pasada y encumbrándonos como el séptimo país del mundo que lo hace.

Solos

No hace mucho tiempo, un trabajo del Instituto Nacional de Estadística señalaba que en 2030, el año de la famosa Agenda, y de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, habrá en España 5,5 millones de hogares unipersonales, que supondrán aproximadamente el 30 por ciento del total de los mismos.

Intuyo que serán unos cuantos más. La cifra asciende a 11,7 millones cuando se cuentan los hogares en los que vivirán una o dos personas, la gran mayoría ancianos, aunque la tendencia al individualismo que viene marcando nuestra sociedad, al menos la europea occidental, también suman adultos de cualquier edad. A ciertas edades comenzamos a sumar manías y nos da miedo compartirlas. Tengo un amigo que con cada década dice que hay que sumar una, a los cuarenta tendrías 4 significativas, a los cincuenta 5, y así sucesivamente.

Estos años estamos viendo, los que pertenecemos más o menos a la misma generación, que uno de los principales empeños que nos tocan es la atención a nuestros mayores, que aunque se valgan por sí mismos, y  no son estos el mayor número, también se van deteriorando y además necesitan el cariño de sus familias. Pero no es fácil. Vivimos desplazados en muchas ocasiones de la residencia familiar. Sumamos otras obligaciones. La edad avanza. Recientemente un buen amigo se prejubilaba en unas buenas condiciones, y uno de los asuntos que me recordaba que haría sería atender mejor a sus padres, que en la situación laboral que se había encontrado hasta ahora no había sido fácil.

Pero cuántos de ellos viven en soledad porque no tienen nadie a quién acudir. Y solo unos voluntarios de alguna asociación se acercan alguna vez por semana para hacerle compañía, realizarle algunos trabajos o acompañarle a dar un paseo. Recuerdo un periódico que hace un par de años comenzó a plantearse relatar las historias de aquellas personas que morían solos y cuyo cuerpo se encontraba días después del deceso.

Una de las cartas al director que me queda en el recuerdo de mi paso por este diario es la de un ciudadano burgalés, con ya una cierta edad, que vivía solo y los domingos coincidía en Misa con una persona, que también acudía sin compañía. Así semana tras semana, un domingo tras otro. Al  cabo de unos meses comenzó a dejar de verle. Apenas tenía información sobre él. Preguntó a otras personas que también asistían a la misma Misa. Repasó esquelas. Pero ¿las había de personas solas? Varios meses después, casi por casualidad, supo que había fallecido. El hombre escribía en la carta que le hubiera gustado conocer más a su compañero de asiento, pero que  ni le había invitado a tomar  un café… ese individualismo mal llevado.

El 90 por ciento de los que han muerto por Covid en este 2020 han sido mayores. Y todavía fallecerán bastantes más. Al menos en este 2021 que no estén solos.

 

 

 

 

 

Mayores solos

Toda una generación se está encontrando con la necesidad de atender a sus padres, mientras ellos probablemente viven en otro lugar o sus hijos se encuentran en la edad aparentemente más difícil: La adolescencia. Es cierto que perviven todavía familias numerosas, hijos del baby boom, y que el reparto de tiempo para estar con los progenitores se puede lograr con menos dificultad. Pero si quien necesita estar atendido tiene alguna enfermedad que le impide valerse por sí mismo, a veces el peso recae solo en las dos partes del matrimonio, y mayormente en las mujeres, que después de una vida ocupándose junto a su trabajo externo -si así fuera- a las tareas del hogar, se encuentran ahora que no tienen ni vida en los años de su jubilación.

Hay muchas variables, y además las soluciones no son fáciles. Vivimos más tiempo -aunque por mucho que se empeñen en decir que en la década de los 70 no somos viejos, lo somos-, las familias actuales tienen menos descendencia, y las parejas se multiplican; junto a ello, las residencias, además de no cubrir todas las necesidades, son caras si no tienes una pensión digna, y no es extraño encontrarse con una realidad que desgraciadamente vamos conociendo cada vez con más frecuencia: el número de personas mayores que viven solas, y que cuando mueren todavía se tarda unos días en conocer el fallecimiento, y menos mal que algunos vecinos empiezan a darse cuenta.

Frente a esto, muchos se preguntan qué pueden hacer. Recuerdo a la única abuela que conocí , que en ningún momento quiso irse a vivir con alguna de sus hijas. Cierto es que tenía un carácter fuerte forjado en las dificultades de la posguerra, que hasta que se quedó sin hogar porque el Ayuntamiento, en este caso de Palencia, decidió que el solar donde estaba tenía que incorporarse al parque inmediato, vivió en ese lugar donde acudíamos de niños con frecuencia en las fiestas de San Antolín, y donde festejábamos que no existiera ni baño ni ducha, y escuchábamos desde la cama los conciertos de El Salón. Ella se fue a una residencia en Burgos y logró plaza en la de Palencia cuando se abrió. Allí falleció. Estaban forjadas en otro tiempo. Cuántas madres nos han dicho que no quieren dar más la lata cuando se encuentran enfermas, su marido ha fallecido, y ven que se van yendo. Y como en toda su vida, lo que menos quieren es molestar, se lamentan que su situación afecte al resto de la familia, cuando la mayoría de los hijos están encantados de devolver el amor que recibieron de sus padres… si pueden.

En ese poder está la dificultad actual que va a ir creciendo. Cada vez más la familia cuenta con un vástago. La relación dura menos, y cuando los padres llegan a mayores y probablemente dependientes, probablemente estén separados, el hijo ve que fácil no lo tiene. Y como ahora, no sabrá qué hacer. Algunos lo quieren resolver con una pastilla que se dispense en una farmacia. Pero no parece la respuesta que nos gustaría ofrecer a aquellos que nos dieron la vida y todo su amor.

Cuidar de nuestros mayores

Suele llegar de repente, casi sin ruido, pero provoca el gran cambio familiar. Los hijos de los que se han ocupado sus padres durante toda la vida pasan ahora a cuidarles a ellos, a los mayores, porque la enfermedad no avisa –el cáncer, los inicios del alzheimer, un ictus, una caída por falta de calcio, el mieloma…- y en un momento hay que reorganizar el tiempo, hay que atender a aquellos a quienes debemos tanto.

De mi generación forman parte muchas familias numerosas, además suelen tener un alto índice de empleo, y en el caso de las parejas, los dos puede que estén trabajando; los hijos son en algunos casos ya mayores y no tienen tanta dependencia de sus padres. Encontrarse en esa situación con los mayores, aunque imprevisible, puede llegar a tener solución. La dependencia, aunque no llega a todos los que deben, es también una ayuda para la familia.

Acabas haciendo turnos para estar con ellos, los que viven en la misma ciudad se sacrifican mucho –mis hermanos en los últimos quince años, que mis padres tuvieron más dificultades en sus enfermedades, fueron unos campeones, como muchos de ustedes, amigos lectores- , los que se desplazan desde más lejos apoyan desde donde están. Pero es fácil al menos proponerte devolver todo el cariño que has recibido. Otro tema es la generosidad.

Recuerdo lo que a mi padre le costó salir a la calle en silla de ruedas, sobre todo por las personas conocidas que se iba a encontrar y la imagen que iba a dar. Al final, disfrutaba, y más si el que empujaba la silla era un hijo suyo. Lo mismo sucedió con mi madre. Y cuando apenas salían de casa la visita de sus nietos era la más esperada. Cuando empujas una silla te das cuenta de las decenas de personas que se encuentran en esa situación… y las dificultades que existen para transitar por las aceras.

Pero no todos pueden tener la suerte que tuve, antes de que fallecieran mis padres, unos hermanos maravillosos, y una situación económica resuelta con las pensiones. Puede que uno sea hijo único y no viva en el mismo lugar que su familia, y la primera pregunta es si hay que trasladarle a una residencia –y no abundan, y no todas son para asistidos- o intentar que siga en su casa mientras sea consciente de ello. Puede también que solo se encuentre con una escasa pensión de viudedad, y los hijos entre el paro y el trabajo inestable y no bien pagado. Pasa que hay que llevarles al hospital con frecuencia para el tratamiento y no encontrar a quien, porque no cuentas con recursos para contratar un acompañante. Ocurre también que un banco desaprensivo llegue a la posibilidad de echarte de casa, ya que te encuentras que no puedes pagar lo que falta de hipoteca. O los abuelos ya se hayan gastado el dinero en mantener a la familia en situación de crisis.

Más tarde o más temprano todas las familias llegan a esas situaciones. Sin esperarlas, sin quererlas. No les falles.