Claroscuros de los ODS

En setiembre de 2015 la ONU -algún día tendrán que explicarnos cuáles son sus principales objetivos- aprobaba en su Asamblea General los actuales Objetivos de Desarrollo Sostenible ODS, herederos de los Objetivos del Milenio ODM. Estos llevaban en ejecución desde el año 2000 -cambio de siglo y de milenio- y merecían una cierta actualización, y no porque se hubieran alcanzado. Solo se habían logrado 5 de 17, aunque nada desdeñables sin duda: la proporción de personas sin acceso al agua potable se quedó en la mitad, los casos de malaria y tuberculosis se frenaron, la pobreza extrema descendió del 47 al 14 por ciento de la población, se ‘eliminó’ la disparidad de sexos en la educación… Del resto hubo alguna mejora, pero no se lograron los propósitos.

Así que la ONU decidió fijar nuevas aspiraciones. A simple vista esta Agenda 2030 anhela mucho, pero es curioso que sinónimos de ‘ambicioso’ sean intrigante calculador  junto a generoso o desprendido. Porque quién no quiere sumar anhelos como: luchar pobreza, alimentación, salud, educación, una sociedad pacífica. Pero aquellos que promueven estas intenciones, qué están precisamente en sus países haciendo por ellas. La Agenda debe desarrollarse por territorios.

Quizá haya que ir al origen de los ODS para encontrar una solución. Para diseñarlos se eligieron 70 personas, de cinco continentes entre países en desarrollo y desarrollados. Se hicieron numerosas encuestas. En cada sesión cada uno intentaba colocar sus metas y como el grupo adoptaba las conclusiones por consenso pues se aceptaban casi todas: 17 objetivos y 169 metas.

Y surgieron conflictos: cómo compaginar la expansión de la agricultura, para eliminar el hambre, con el fin de la deforestación y la conservación de ecosistemas. O, por ejemplo, conciliar crecimiento económico y reducción de desigualdad, promover industrialización con disminución carbono y protección medio ambiente…

Y pocas de las 169 metas son medibles, cuantificables.

Y las dudas. Qué hay en el fondo de tanto embrollo. Se ha dejado su desarrollo en los propios países donde el interés particular prima sobre el general. Para algunos expertos, los ODS se basan en el individualismo, con su insistencia en los derechos antes que en los deberes. Al margen de temas que no aparecen como es el de la familia. Otros críticos dicen que la Agenda 2030 es un plan de élites progresistas. O lo que parece ser en definitiva un cajón de sastre, donde unos lo utilizan para la ideología de género y otros para el cambio climático.

Los ODS no han cambiado el mundo, y los datos ofrecen conclusiones opuestas: la malnutrición ha subido del 8,3 al 9,7 % en los cinco primeros años de la Agenda. Ha bajado la mortalidad infantil, pero todavía hay 50 países donde está en 70 por mil, cuando el fin es 25. En relación con la cobertura sanitaria universal, en diez años solo habremos llegado al 50 por ciento. Y de los generalistas que no se pueden medir, se han quedado en panacea.

Ahora bien, a todos se nos llena la boca de sostenibilidad, inclusión, desarrollo, ideología, cooperación… pero no hemos avanzado ni un paso hacia la paz y la igualdad. Y el primer y segundo mundo siguen separados por una inmensa brecha.

Esta columna fue publicada en algunos periódicos del grupo Promecal, como Diario Palentino, Diario de Ávila, El Día de la Rioja o la Tribuna de Albacete

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