¿Cuánto cuesta una vida?

 

Cuánto vale la vida de un subsahariano en Occidente. Cuánto la de un inmigrante en Suiza. Y cuánto la de un niño enfermo en Bélgica. Y cuánto actualmente en España si se le detecta en su fase embrionaria síndrome de Down. No es este un mundo para niños, ni para inmigrantes, y menos procedentes de África. ¿Es esta la sociedad que estamos creando la que queremos?

Lo de Bélgica de autorizar la eutanasia a menores por mucho que se ejecute para supuestos muy concretos no deja de ser un paso más en los Países Bajos a esta cultura de muerte que parece imperar en un territorio donde los casos de pedofilia no dejan de sorprendernos. Similar a la atención que hemos dejado de prestar a los inmigrantes que proceden del África subsahariana, a los que recibimos con pelotas de goma en vez de compasión y ayudas, y donde sobre todos parece que se tratan de negar unos hechos con numerosos testigos. Suiza, que no ha conocido las guerras mundiales porque siempre ha mirado al otro lado, levanta ahora también su propio muro, estableciendo la cuota para extranjeros, nada menos que de los países de la Unión Europea, del propio Occidente. El país al que tenemos que agradecer la gran acogida que realizó de españoles, sobre todo de castellanos a los años sesenta, que se establecieron allí con familia y trabajo, ahora aprueba la insolidaridad. Pero no debemos rasgarnos las vestiduras. Por mucho que se multipliquen las ONG, los maratones de televisión o los kilos donados a los Bancos de Alimentos, somos muchas veces ajenos a los más débiles.

Es probable que no nos movamos en las mismas coordenadas al señalar los africanos que se mueren de hambre en la búsqueda de futuro fuera de sus fronteras, los inmigrantes europeos a los que les gustaría trabajar en el país helvético, los niños eutanasiados con enfermedades incurables -como los centenares que cada Navidad reciben en los hospitales españoles en la planta de cáncer infantil la visita de sus ídolos futbolísticos como regalo de Reyes-, ni los pequeñajos con Down en el vientre de sus madres, cuando una vez nacidos, tras pasar la fase de sorpresa y quizá resignación de sus familiares más cercanos conocemos por experiencia que son los hijos más queridos, y quizá los que más alegrías dan. Pero cada uno de ellos es una vida truncada por una sociedad que huye del dolor, que se sumerge en el individualismo y que padece de la enfermedad del desamor. Y todo ello en medio de una crisis económica en España que sume a más de un millón de familias con todos sus miembros en paro en el pozo de la desgracia. He oído tanto hablar de lo que diferencia a nuestra especie del resto, de su capacidad de sorprenderse, de soñar, de compartir, de creer, que aún duele más que la estemos echando a perder.

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