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Toros

Confieso, en plena Feria del Toro de Pamplona, que no soy aficionado a la tauromaquia, donde me gustan los animales es en el campo, a cielo abierto, pastando y corriendo por las dehesas. Por eso disfruto cada vez que puedo acercarme a La Cabañuela y contemplar el ganado a sus anchas. Pero eso no quiere decir que no entienda que exista la fiesta nacional y no lo vea también no solo como una tradición, sino como una atracción. En torno al toro se viven los Sanfermines, desde la mañana a la noche. Dicen los navarros que la fiesta aporta a la comunidad foral 74 millones al año por el reclamo en todo el mundo que supone.

La primera corrida de toros a la que fui era un regalo de cumpleaños de mi padre –gran aficionado-. Me llevó a Oviedo, creo recordar que celebraba los 14 y hasta esa edad no se podía acudir a la plaza. Allí estaban los diestros Julio Robles –malogrado posteriormente por una cogida-, Palomo Linares –hubo suelta de palomas- y me parece que El Niño de la Capea. Lo que más me sorprendió no fue el tamaño de las reses, ni la plaza, ni los puros… fue el paso del blanco y negro al color. Hasta ese momento lo que había visto de la fiesta había sido a través de la televisión en tonos grises, y allí me encontré con un espectáculo de diversos matices y sobre todo colorido. Y me flipó.

No había entonces batallas culturales que dirimir, ni animalistas que convencer. La feria taurina era, y sigue siendo, un lugar de encuentro, muy diferente en todos y cada uno de las ciudades donde se celebran. Pero al menos hasta este momento, generan buenos datos económicos, pese a la crisis que también ha llegado. En el año anterior de la pandemia, más de 4.500.000 personas acudieron a una corrida a lo largo de la temporada de 2019. A  la Feria de Abril le llegan 20 millones anuales por este motivo. En San Isidro la repercusión en la economía de Madrid alcanza los 70 millones. En toda España, el impacto supera los 4.250 millones de euros. Y subvenciones, las justas, el Ministerio de Cultura dedica 65.000 euros anuales a la fiesta, 35.000 para la Fundación del Toro de Lidia y 30.000 para el premio nacional de Tauromaquia. También hay aportaciones de las Comunidades Autónomas y de los Ayuntamientos, pero no he encontrado datos cuantificables para publicarlos, aunque soy consciente de la aportación en Castilla y León a la tauromaquia, declarada Bien de Interés Cultural desde 2014.

Evidentemente son muchos más, no hay más que ver el número de espectadores, las personas favorables a que perdure la fiesta frente a lo contrario. También es verdad que en Gijón, mi ciudad, la feria por ahora ha sido eliminada por la alcaldesa, debido a dimes y diretes, y ha sido la alcaldesa de Santander la que ha ido a vender a mi villa su feria a la desolada afición, pero que tampoco ha salido a la calle mayoritariamente para protestar por la ausencia de toros.

Para los defensores de la fiesta, hay un libro de Rubén Amón ‘El fin de la fiesta. Por qué la tauromaquia es un escándalo y hay que salvarla…’ que es capaz de convencer a los antitaurinos.  Son múltiples las razones a favor de esta tradición. Y no sería bueno perderla.

20 años de La Cabañuela

Hace 25 años, solo en la mente de Antonio Bañuelos figuraba la creación de una ganadería en su tierra, la de más altitud perteneciente a la Unión de Criadores de Toros de Lidia. Era una afición que tenía desde crío. Así que se fue fraguando hasta que en junio de 1993, justo hace ahora veinte años, llegaban a Burgos, a La Cabañuela, al Páramo de Masa, que había dejado las nieves unas semanas antes, las primeras vacas bravas que salían de la finca El Toñanejo, de Medina Sidonia, procedían de hierros del Marqués de Domecq, Maribel Ibarra, Torrestrella y Torrealta.
La altitud de los terrenos, 600 hectáreas, supera los 1.000 metros, y las temperaturas mínimas han llegado a alcanzar durante estos veinte años los quince grados bajo cero. De ahí que inicialmente se extendiera rápidamente su calificativo como ‘Los toros del frío’. Son muchos los hitos que a lo largo de estas dos décadas ha vivido este ganadero y su ganadería. Desde el primer toro indultado por Enrique Ponce hasta el primer encierro en Sanfermines, o su debut en Madrid o Zaragoza, o las principales plazas francesas. Y por la responsabilidad de burgalés que Antonio Bañuelos lleva en sus entrañas, la presencia cada año en la feria de San Pedro y San Pablo. En su estreno en El Plantío, una novillada en 1995 en la que lidiaron Morante de la Puebla –a hombros, Canales Rivera y Rafaelillo- apenas se asomó a ver las faenas, y solo los aplausos le permitieron conocer que todo iba bien. Muchas veces ‘Campeador’ el macho número uno de todas las camadas de La Cabañuela ha sido aplaudido en diferentes plazas. Y que toreros como El Juli o Enrique Ponce tengan esta enseña como favorita muestra el buen hacer de los toros burgaleses. Con toros debutaba la ganadería en Burgos en 1998, hace quince años, y dos de los maestros salían a hombros: Pepín Liria y Víctor Puerto, el tercero era Manuel Caballero. En 1999 fue la consagración con Ponce y El Juli también a hombros, junto al propio ganadero, y una res indultada, Gamarro. Y el 2005 llegaba otro hito, se abrían las puertas de los cosos franceses. Y así con sus luces, muchas más que sus sombras, hasta la actualidad.
Ahora, en estos tiempos de dificultades económicas –también sin duda para las ganaderías de reses bravas-, es bonito recordar como algunos sueños pueden llegar a cumplirse, bien es cierto que por el aval como empresario que a buen seguro facilitaría en su inicio la puesta en marcha de La Cabañuela, situada en Hontomín y donde también parte de la propia finca era ocupada para el cultivo. Pero no todo ha sido un camino de rosas, problemas en las pezuñas, que impidieron triunfar en los Sanfermines, fueron quizá los más significativos.
Ya he escrito en esta Página Par que el regalo que me ofreció mi padre al cumplir los 14 años era ir a ver una corrida de toros –entonces los menores de esa edad no podían acudir a las plazas-. Cambié entonces el blanco y negro por el color y me aficioné a la Feria. Afición que ha ido decayendo, pero serán difícil de olvidar esas visitas a ‘los toros del frío’, donde se puede observar el mimo con que se cuida cada detalle de una ganadería burgalesa que si no hubiera sido por el sueño y la perseverancia de un empresario, nunca hubiera podido existir. Enhorabuena.

Luces y sombras en el albero

Mi padre era un gran aficionado taurino, muy grande, como padre y como aficionado. Así que decidió cuando cumplí los 14 años –entonces la autoridad no permitía a menores entrar a los festejos- que mi regalo sería asistir a una corrida de toros. La más cercana en fechas a mi cumpleaños era en Oviedo, con un cartel entonces de lujo, y muy castellano: Julio Robles, El Niño de la Capea, Palomo Linares. Los tendidos llenos y la plaza alborozada y en colores. Lo único que había visto de la fiesta nacional era a través de un pequeño televisor y, por supuesto, en blanco y negro. Y eso fue lo que más me sorprendió: la vida también allí, en ese recinto en Oviedo, era en color, casi lo recuerdo tanto como el cambio de los periódicos del  blanco y negro a los colorines. Y también sorprendía el jolgorio. Estaba Palomo y soltaron palomas, claro. De lo ocurrido en el albero no conservo nada en mi memoria.

Desde ese momento heredé una cierta afición –no era pasión como la de mi padre y uno de mis hermanos que llegaron a fundar una peña en Gijón- que me hizo seguir más o menos las carreras de los diestros, asistir a alguna corrida y respetar al menos el oficio, el valor, y también la raza de los animales.

Gracias a Antonio Bañuelos, cuando vine a Burgos, comenzó a gustarme más el campo que el albero. Y ver a esos morlacos libres por La Cabañuela eran indudablemente sensaciones distintas a las que ocurrían en la plaza. Y fue dejándome de gustar la feria –la culpa, al empedrado: toreros, ganaderías…- y ahora no pagaría un euro por asistir a una corrida de toros, salvo que fuera una ocasión excepcional o un compromiso ineludible, pero de esos hay pocos.

No soy anti taurino y respeto profundamente a aquellos que defienden los toros. Y en Burgos es el alma de la fiesta. Es imposible imaginar –aunque también pudiera que ocurriera, como ha pasado en otras capitales que luego la han recuperado- las fiestas de San Pedro y San Pablo sin toros en el albero y sin paseíllo de las peñas con sus charangas a todo trapo. Pero parece un gasto innecesario –quizá hace unos años no- tener un edificio como es el de la plaza de toros de El Plantío vacío todo el año para un uso de una semana en 365 días, debido precisamente a que este inmueble no está preparado para celebrar casi ningún otro evento, como pudiera ser el caso de la cubierta de Leganés o de Vista Alegre. Pero esta ciudad es Burgos, y tampoco puede multiplicar sus actividades para que una nueva plaza sea utilizada, teniendo un Fórum recién abierto.

Parece que la próxima será la última feria en el coso actual. Que siga la fiesta, pero con el menor dinero posible a costa de los vecinos de Burgos. Y ojalá se tornen luces para que la financiación privada asuma la construcción del nuevo recinto que sirva para la celebración de la feria. Pero si no puede ser en el 2014, tampoco se produciría una gran hecatombe.